Tendría yo unos trece años cuando, después de mucho insistir, me compraron la trenca verde que quería. Esa palabra, trenca, era nueva en nuestro vocabulario.
Le expliqué a mi madre que era una especie de abrigo “tres cuartos” con capucha, que en vez de tener botones para cerrarla tenía unos trocitos de madera o hueso que se anclaban de un lado a otro con una cuerda.
Era de color verde oscuro y de lana muy suave, aunque no era de "marca" como los Loden que llevaban otras niñas. Su imagen aparecía en las postales de invierno de los países del norte de Europa. Solo yo en mi casa tuve una trenca. Probablemente subvencioné parte de la compra con los ahorrillos que iba guardando de algún negocio que siempre me traía entre manos, aunque no lo recuerdo.
Ese abrigo me duró varios años. Cada primavera lo guardaba con esmero en el armario de mi abuela donde esperaría al invierno siguiente. Mientras confiaba que, aunque un poco mas cortita que el año anterior, la trenca me estuviera bien. ¡Me encantaba!
Acostumbraba a guardar algo en los bolsillos, alguna moneda e incluso un caramelo de "casquito" de naranja o limón, de los que imitan a los gajos de la fruta. Al año siguiente no recordaba haber guardado nada, así la primera vez que metía la mano en el bolsillo encontraba con asombro mi tesoro.
Desde entonces sigo guardando algún billete pequeño o monedas aquí y allá, para posteriormente encontrármelos por sorpresa. Con ello convierto esos pequeños detalles en motivo de alegría.
Autorretrato a lápiz y acuarela, 30 x 40 cm.