Este es mi primo Antonio -Antoñito, como le hemos llamado siempre, y como le seguimos llamando-. Es hijo de mi tía Carmen (hermana de mi padre) y el mayor de dos hermanos.
A él le tocó formar parte de la rama bondadosa de la familia, de los que casi siempre sonríen, de los que callan, de los que sufren para adentro, de los de mirada noble, de los que admiro, los que envidio por su forma de ser.
También le tocó asumir el papel de responsable desde muy pequeño ya que su padre murió muy joven, cuando él todavía era un niño. Hasta que se casó vivió con su madre y la acompañaba a todas partes. A menudo los veía por la calle y él siempre iba cogido de su brazo.
Desde pequeños hemos tenido muy buena relación con Antoñito y Miguel Ángel, su hermano, y durante la enfermedad de mi tío convivimos como hermanos. Éramos nueve niños bajo un mismo techo, repartidos en dos dormitorios, el salón y la cocina de la casa.
En cierto modo y, pese a la gravedad de la enfermedad de su padre, esa fue una de las mejores épocas de nuestra infancia; inventamos todo tipo de juegos y así intentábamos olvidar la cruda realidad: su padre se moría mientras nosotros hacíamos trincheras en la playa y luchábamos tirándonos bolas de arena, jugábamos a indios y vaqueros, mi padre nos grababa en “superocho” y nosotras, mi hermana y yo, crecíamos intentando llamar la atención de nuestro primo mayor. Siempre he pensado que ellos “se gustaban”.