Siempre se me viene a la mente una frase que oí en mi infancia y que yo recuerdo así: “Si no tienes Fé vive como si la tuvieses y la Fé te será dada”. De verdad que lo he intentado muchas veces y muchas otras estoy lejos de conseguirlo.
Recuerdo que el día de mi Primera Comunión no tenía ganas de levantarme porque tenía mucho sueño. Era fin de semana y yo tenía que descansar, en las fotos se me ven las ojeras.
Mi hermana y yo estábamos en el Colegio de Las Teresianas y mis hermanos en San Agustín,(creo que estos fueron de los pocos lujos que tuvimos en la infancia, estar en un colegio “de pago”, y a ello contribuyeron mis abuelos maternos).
Como éramos seis hermanos hicimos la comunión de dos en dos, los dos mayores primero, otro año los medianos y en el 68 creo recordar mi hermano Jose y yo, en la Iglesia del Colegio de San Agustín, junto al resto de los niños de su clase. Pués aunque la celebración consistía en un desayuno de chocolate con churros en Doña Mariquita, tres eventos y no seis ahorraban bastante.
Viví la preparación de Mi Comunión ilusionada, pero hubo un detalle que jamás comprendí. Unos días antes de la comunión, que fue el 23 de mayo, nos confesamos las niñas de mi clase y yo en el Colegio de Las Teresianas. Y hasta ahí todo bien, pero dos o tres días después le dijeron a mi hermano Jose que yo tenía que ir al Colegio de San Agustín a confesarme otra vez, que si no iba no podía hacer la comunión.
Sigo dándole vueltas al asunto. Si Dios ya me había perdonado y yo no había hecho nada malo ¿por qué me consideraban “pecadora” otra vez? Nunca lo comprendí y sigo sin comprenderlo. Menos aún las preguntas que me hizo el segundo cura: ¿Le robas el azúcar a tu madre?—¡Dios mío!—pensé yo—pero si en mi casa cojo azúcar cuando quiero y mi madre no se enfada.
Esta experiencia fue, probablemente, la primera de muchas situaciones en las que me he replanteado mi fe.