En esta casa veraneamos mi familia y yo por primera vez en Torre de Benagalbón, en el año milnovecientos setenta y tres. Fue el último verano de mi abuelo Paco, el padre de mi madre. Le recuerdo sentado en una silla, en el umbral de la puerta, con una manta de cuadros sobre sus piernas, ya andaba poco por aquél entonces. De su boca salían pocas palabras, se esforzaba en llamar a María, su mujer, mi abuela María Luisa, repetía su nombre una y otra vez.
La casa entonces se llamaba San Pablo, nombre de pila de su primer dueño, Pablo Marti. Ahora no veo el letrero por ninguna parte. Está abandonada, el patio baldío y la casita que había construida en el lado de la playa ya no existe. Se conservan un par de higueras, algún otro frutal, los cipreses cincuentenarios que están pegando a la valla y un frondoso árbol en oculta más de la mitad de su fachada norte. Parece estar esperando que alguna constructora la convierta en unos cuantos "chalecitos adosados".
También se conserva el eco de unas voces de niños jugando en el patio. A través de una ventana se oye el ruido de los platos que Milagros lava en el fregadero de la cocina y el soniquete de las agujas de punto de mi madre haciendo pañitos de hilo de perlé, que luego almidona ella misma con ayuda de Teresa.
Acabo de atropellar a mi abuela con la bicicleta. Coincidimos en la esquina que da a la puerta principal de la casa. Se oyen gritos y salgo corriendo, me escondo, huyo y me siento culpable. Pero no ha ocurrido nada, solo ha sido un buen susto. Todo vuelve a la normalidad y al anochecer nos vamos distribuyendo por las habitaciones, somos casi veinte personas. La calurosa noche nos devolverá otro gran día de verano en San Pablo.
Patio de San Pablo.
En la fotografía aparecen las siguientes personas: mi abuela María Luisa, mi madre, mi tía Cloti, mis primos Antoñito y Miguel Angel, mis hermanos Francis, Jose, Loren, Mária y Toté, mi prima Cloti, mi amiga Chela, mi tío Paco, Milagros, Teresa y yo.