Reciclar nuestro Cerebro

Hace poco he cambiado el escritorio que tenía en mi clínica dental por uno más moderno. Entre los papeles que saqué de los cajones encontré el recorte de un periódico antiguo. La noticia que había requerido mi atención hablaba de los chocolates Mars. La compañía había hecho correr el bulo de que comer chocolate era bueno para los dientes.1

Eso me hizo pensar en el poder que los medios de comunicación pueden ejercer sobre la sociedad.

Durante mi infancia, en España, no echábamos en falta muchas cosas con las que hoy nos resultaría imposible vivir porque no las conocíamos. Y en cierta medida realizábamos también cosas que ahora nos resultarían imposibles de concebir.

No teníamos frigorífico como tal sino una fresquera con barras de hielo que duraban varios días y que le comprábamos a un señor que las repartía por las casas en un moto-carro (o carromato como le decíamos nosotros). Mi madre compraba en la lechería la leche fresca todos los días, la misma que como gran avance envasaba por primera vez, en bolsas de plástico, en mil novecientos sesenta y tres, la fábrica Colema (Comercial Lechera de Málaga).2

Bebíamos refrescos envasados en botellas de vidrio, cuyo casco devolvíamos para conseguir unos cuantos céntimos. Con sus chapas inventamos uno de los mejores juegos que tuvimos.

Teníamos un cubo de basura que Teresa o alguno de nosotros preparábamos a diario, forrando su interior con papel del periódico que mi padre había leído el día anterior. Por la noche lo bajábamos a la puerta de la casa y los basureros lo vertían en el camión de la basura. No había contenedores de basura en las calles.

De vez en cuando mi hermano Francis y yo pasábamos por casa de mi abuela Isabel a recoger periódicos y revistas usadas que vendíamos al peso en Calle Ollerías.

Mejor o peor teníamos nuestra forma de reciclar o reutilizar. Nuestro estímulo era nuestro propio interés, ya fuese recuperar unos cuantos céntimos de las botellas o ganar alguna "pesetilla" vendiendo papel. En aquellos tiempos no éramos conscientes de que vivíamos en un planeta que había que proteger.

Poco a poco las costumbres fueron cambiando, a la vez que se usaban nuevos materiales. Un gran avance fue la aparición de bebidas en latas desechables -se tiraban a la basura- y cuyo auge estuvo unido a la introducción de buenos sistemas de apertura: el sistema easy-tab de Ernie Fraze en los sesenta y una evolución del mismo, el stay-tab a finales de los ochenta.3

Los descubrimientos e inventos de las grandes compañías fueron cambiando nuestro comportamiento en relación al uso de las cosas. Los consumidores hacíamos lo que creíamos debíamos hacer, nos fiábamos de los interlocutores. En este sistema de consumo algo que marcó el gran cambio fue la aparición del marketing. Las empresas emprendieron una gran batalla para situarse por delante en ventas de aquellas que le hacían competencia. Cada vez querían más y más y en medio de ese juego nos hicieron en gran medida culpables o al menos cómplices de sus actitudes, fuesen o no lo suficientemente veraces y respetuosas con el mundo que nos rodeaba.

De este modo desde las instituciones nos hicieron sentirnos culpables por usar el papel y acabar con los bosques, por usar aceite de palma, por favorecer la extinción de los orangutanes, de las ballenas, tortugas y de otras muchas especies animales y vegetales, de usar plástico en vez de papel, nos hicieron pensar que el aceite de oliva era malo y más tarde lo llamaron oro líquido, etc. Nos hicieron culpables de tantas otras cosas de las que creo que en su mayoría somos víctimas y no verdugos.

En definitiva creo que las campañas publicitarias de las grandes compañías y las personas que tienen el verdadero poder de informar, engañar, amedrentar y confundir a la población son capaces en muchos casos de reciclar nuestro cerebro.

September 29, 2019

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