A veces comparo la vida con la sensación de ir escalando una montaña poco a poco, con dificultad, agarrándote a los lados de un sendero. Siempre con la intranquilidad de saber que puedes caerte y asumiendo que cuanto más asciendas más dura puede ser la caída.
Me he acostumbrado al regocijo de la queja, a la pesadumbre de la vida, a poder echarle la culpa a algo o a alguien cuando las cosas no van bien o no me gusta lo que vivo.
Creo que hemos aprendido a repetir, en muchos casos sin razonarlo debidamente, que la vida es bella. Yo solo pienso eso a ratos, en períodos muy cortitos, el resto del tiempo no comprendo qué hacemos en medio de esta naturaleza que cambiamos a diario. Pero cuando en ocasiones me encuentro dentro de esos ratitos de regocijo, además de disfrutarlos, me dan miedo.
Debe ser algo parecido al miedo a las alturas, al vértigo que te impide avanzar. Miedo a que ocurra algo tan grave que haga que todo aquello a lo que le has dado importancia se desmorone, desaparezca y te obligue a volver a empezar, a respirar hondo y coger fuerzas para volver a caminar por el sendero. Miedo a ver ese camino cada vez más lejos y oscuro. Miedo a la felicidad.
Quizás en esos momentos me convierto en Sísifo1 y comprendo el mito que Camús escribió acerca de él.
Creo que todos llevamos a Sísifo dentro.
Escrito el 5 de diciembre de 2018. Collage de 2014, de la obra Fragilis.
Sísifo](https://es.wikipedia.org/wiki/Sísifo). Wikipedia. ↩