Cuando era adolescente había una comisaría en una de las esquinas de este edificio. En ese tiempo tenía un ciclomotor, una "cangurito" con la que iba al colegio y me desplazaba los fines de semana. Entonces no era obligatorio usar el casco, pero estaba prohibido llevar a alguien detrás.
Una noche, poco mas de las doce, iba de vuelta hacia mi casa por detrás del antiguo edificio de Correos, encaminada a subir por la Travesía del Pintor Nogales, junto al actual Museo de Málaga, para desde allí llegar a calle Santa Lucía.
Llevaba “de paquete” a una amiga cuando nos paró la policía y me pidieron la documentación. Todo estaba en orden, salvo los comentarios del policía que se dirigieron a resaltar la falta de responsabilidad de mi padre, en el sentido de dejar a una niña salir sola a altas horas de la noche.
Herida por los comentarios y sin vacilar le dije al funcionario: si usted tiene que multarme, hágalo, pero deje de opinar de lo que mi padre tiene o no tiene que hacer. El policía, haciendo uso y abuso de su autoridad, me contestó: "pues vamos a la comisaría y a ver qué le parece a tu padre".
Desde allí lo llamaron por teléfono. Mientras esperábamos a que llegara estaba muy tranquila, a sabiendas de que tenía permiso para salir y que mi padre se pondría de mi parte, que me defendería delante de los guardias. Cuando él llegó y, ante mi sorpresa, su semblante serio y su habitual silencio se acentuaron. Sentí una especie de dolor de estómago, contuve fuerte la respiración y me dolieron los dientes de apretarlos, intentando que de mi boca no saliera palabra alguna. No podía creer lo que estaba ocurriendo, pero mi padre le había dado la razón a los grises.
Tanta fue mi impotencia que lloré de rabia. No entendía cómo mi padre no me había defendido.
Años más tarde comprendí que aquella reacción había sido fruto de la falta de libertad en la que estábamos viviendo, aunque afortunadamente por mi edad no me dio mucho tiempo a sufrirla.
Ese mismo año murió Franco.