Estoy preparando una ensalada, mi mente se evade y me veo subida en una silla de anea, en la cocina, al lado de mi madre, esperando que ella acabe de limpiar la lechuga y me de el "troncho", esa parte un poco amarga, el tallo, que para algunos se convierte en algo delicioso y que a mi me encanta. Me lo comía en los tiempos en los que nada me molestaba en el estómago -ahora apenas como lechuga-.
Después ella me deja hacer la mayonesa. No tenemos batidora, la hacemos a mano, con mucha paciencia, haciendo círculos con una cuchara sobre el plato, ni muy lentos ni demasiado rápidos, echando el aceite poco a poco para que no se "corte". La hacíamos con huevo, por aquél entonces, finales de los sesenta, yo no había oído hablar de la Salmonella.
Mi madre va enjuagando los "cacharros", el agua del grifo del fregadero me salpica y me moja el camisón de florecitas que me ha hecho mi abuela y que me llega por el tobillo, me debe durar al menos un año más. Disfruto de esos días sin colegio.
Me gusta estar junto a mi madre.
Quiero aprender de ella.
Quiero ser buena para ella.
Quiero que ella me quiera.