Nací en pleno centro de Málaga, en el barrio de Picasso, aunque en aquellos tiempos yo lo conocía como el barrio de mi abuela María Luisa. Mi madre dió a luz en su casa, en el número 11 de calle Alcazabilla, un poquito mas abajo de donde se ha comprado el ático Antonio Banderas.
Me bautizaron en la Iglesia de Santiago en calle Granada, igual que a mis hermanos y también a Picasso, como indica una plaquita que hay en el suelo de la calle. Cuando me casé me fuí a vivir a La Malagueta y entonces parecía que esa zona estaba muy lejos del centro, mi abuela decía que por allí siempre hacia mucho viento, o mejor dicho "aire" como le decimos nosotros. Mi atracción por el centro de Málaga me llevó a instalar mi consulta en él y, curiosamente, fuí a parar justo a la casa de al lado a la que viví desde niña hasta que me casé.
Todo esto lo cuento porque hoy día esta muy de moda hablar de lo bien que esta Málaga. Yo siempre digo lo mismo, Málaga no es calle Larios. Málaga es algo más, o yo quiero que sea algo más. Quiero que sea una ciudad que conserve lo que le queda de artesano o peculiar, lo estamos destruyendo todo, y no me refiero a nivel arquitectónico–que también en algunos casos–, me refiero a que no conservamos lo que poco a poco nos podría ayudar a sobrevivir como ciudad diferente y no como un calco de cualquier otra donde mesas, sillas y tapas en su mayoría de mala calidad se adueñan de las calles.
A lo largo del tiempo he ido viendo desaparecer muchos negocios, aquellos de toda la vida, aquellos que nos pueden diferenciar de otras ciudades. A ello ha contribuido la subida de los alquileres de los locales, pero también la manera en la que nos hemos acostumbrando a consumir, a no reparar las cosas que se estropean o se rompen, favorecido también por "la obsolescencia programada",–o lo que es lo mismo hacer las cosas de peor calidad de la que podrían ser para que tengamos que renovarlas pronto–.