En los años sesenta, en España, la mayoría de las familias de clase media vivían de alquiler.
Los inquilinos del primer piso del número once de calle Alcazabilla eran mis abuelos maternos. Con ellos vivieron mis padres sus primeros años de casados.
Mis abuelos dormían en una habitación que comunicaba con el comedor y servía de paso al cuarto de costura. La que daba al comedor era una puerta doble que nunca se cerraba. Allí había dos camas individuales y siempre pensé que mis abuelos no dormían juntos porque él era muy mayor y estaba enfermo.
En esa casa nacimos cinco de los seis hermanos que somos, en una habitación donde sí había cama de matrimonio y que daba al pasillo que continuaba desde la puerta de entrada a la cocina y el comedor. Entre ambas estancias había una puerta con un escalón que daba acceso a un pasillo corto y estrecho que comunicaba con el lavadero. El lavadero tenía una puerta que daba al cuarto de baño y éste a su vez comunicaba con el cuarto de costura. Entre tanto recoveco jugábamos al escondite y correteábamos por toda la casa, sobre todo cuando mi abuela no estaba.
Más independiente, a la derecha de la puerta de entrada, había una especie de biblioteca donde teníamos prohibida la entrada. Un cuarto que conservaban muy pulcro para cuando mi tío Paco venía de vacaciones, pues trabajaba en Madrid. Venía apenas un mes al año, pero esa habitación se conservaba intacta, como si fuese a dormir allí todos los días del año. No recuerdo si había alguna habitación más ni dónde dormía mi tía Cloti. No la recuerdo en esa casa.
Una casa donde hubo todo un despliegue de muchachas (empleadas de hogar) que desfilaban desde pueblos vecinos. Estaban a la merced de mi abuela y tenían que “bregar” con seis niños, con una diferencia de edad de un año entre cada uno.
Vivimos allí hasta que nos trasladamos a calle Santa Lucía.
Cada vez que paso por calle Alcazabilla me quedo mirando a la fachada, a su puerta de entrada y a sus balcones, y veo a mis abuelos muy serios. A los dos les costaba sonreír.